Asumir el aprendizaje bajo la modalidad virtual fue un ejercicio de flexibilidad para las instituciones educativas, los docentes, los estudiantes y las familias. Todos nos adentramos en un contexto del que conocíamos muy poco y que reveló el gran poder de adaptación y creatividad que tenemos como seres humanos.

La formación remota –y es el caso de toda Latinoamérica- estaba centrada en la educación superior. En estos espacios las necesidades y las formas de desarrollar los contenidos han estado bastante claras y consensuadas; no es el caso para los niveles primarios y secundarios. No nos preparamos realmente para que nuestros niños, niñas, adolescentes y jóvenes que por distintos motivos no podían presentarse durante largos períodos a clases presenciales (casos que son más de los que podemos imaginarnos), pudieran continuar aprendiendo; luego llegó la pandemia, la necesidad se hizo imperante y la integración de las plataformas, mediaciones y estrategias de educación a distancia, urgentes.

Según el Informe Covid-19 realizado de manera conjunta por la CEPAL y UNESCO en el 2020, la suspensión de las clases presenciales -como primera medida sanitaria- dio origen a tres campos de acción principales: el despliegue de modalidades de aprendizaje a distancia, mediante la utilización de una diversidad de formatos y plataformas (con o sin uso de tecnología); el apoyo y la movilización del personal y las comunidades educativas; y, la atención a la salud y el bienestar integral de las y los estudiantes.

Todo esto hizo que mantener la continuidad se volviera complejo, no solo en términos de calendarización de las actividades, sino también ante la disyuntiva que planteaba el cómo abordar un currículo y un sistema de evaluación que habían sido concebidos desde otra lógica, desde la “rigidez institucional”. Esta realidad provocó que algunos países de la región -según datos recopilados por la Oficina Regional de Educación para América Latina y el Caribe (OREALC/UNESCO Santiago- optaran por desestimar la evaluación de aprendizajes para valorar si un estudiante avanzó o no en su trayectoria educativa, más bien, prefirieron la continuidad y generar las bases para la recuperación en los años escolares siguientes, aplicando metodologías y enfoques alternativos para evaluar las competencias desarrolladas e intentando siempre replantear indicadores que antes resultaban fiables y que hoy dado que la situación y la prisa con la que se implementó la modalidad a distancia distan de ser los idóneos.

Monitorear y retroalimentar el aprendizaje es hoy por hoy lo relevante del proceso evaluativo y ese proceso debe ser equitativo y garantista de los derechos universales de nuestros niños y niñas; es el Estado el llamado a que este periodo no sea más traumático de lo que ya ha sido para todos.  Evaluar va más allá de calificar, debe ser una puerta a la reflexión y no una herramienta que determine para bien o para mal su futuro.

Ahora bien, la mejora académica va indudablemente de la mano de la toma consciente de decisiones en la gestión de las políticas educativas y ya que las condiciones lo permiten, tenemos la oportunidad de reflexionar a profundidad el proceso que hemos vivido como país al interior del sistema. Es momento oportuno para valorar los efectos positivos y las oportunidades de mejora de la incorporación de estas plataformas de educación a distancia, así como sus ventajas para garantizar y asegurar la participación y aprendizaje de todos los y las estudiantes. Es momento de evaluar nuestro desempeño e integrar las lecciones aprendidas, siempre con la visión de la evaluación como un complemento de aprendizaje, no un sancionador inapelable de la calidad porque el proceso de reconocimiento y progreso es fundamental, y va más allá del evento de reporte del desempeño (Morgan y O´Reilly, 2002; Ryan, Scott, Freeman y Patel, 2000).