Tan evidente como transgresor: las personas deberían ser el centro de la innovación educativa y social si es que queremos ciudadanos responsables y comprometidos con las transformaciones sociales que nuestro país demanda.
Lo más sencillo es la queja e igual de fácil victimizarnos; sin embargo, todos conocemos un amigo, un familiar o un compañero de trabajo que se ha superado; que ha “salido de abajo”, pese a que sus circunstancias y entorno no fueron los mejores. Casi siempre, sin temor a equivocarme, buscaban una “bola” para llegar a la escuela o hacia la capital para ir a la universidad. En todos los casos, resulta que la educación ha sido el denominador común.
Extrapolando esto a un ejemplo país, hemos visto como los altos niveles de educación, son indicadores que acompañan a aquellos países más desarrollados, donde las normas sociales están claras y son cumplidas por sus instituciones y ciudadanos. Nos quejamos de que estamos “como chivos sin ley”, cuando leyes sí tenemos y la brecha se resume en una falta de cumplimiento; muchas veces por desconocimiento, porque arbitrariamente decidimos no cumplirlas por un tema “cultural”, porque anteponemos nuestros propios intereses por sobre el bien colectivo.
Es aquí donde la educación se convierte en catalizador del progreso de los pueblos, donde tanto Estado como ciudadanía están claros y conscientes de sus deberes y derechos. ¿Qué supone una gran inversión estatal y apremiantes compromisos intersectoriales? Sí, pero solo así podremos contar y cumplir con los estándares mínimos que nos demanda la sociedad de hoy.
Pero cuidado, el progreso al que me refiero, el social, va más allá del tema meramente financiero, de lo que producimos o de nuestra renta per cápita. Según el Banco Mundial por cada dólar invertido en educación la economía de cualquier país puede recuperar en promedio 20 dólares. No es un mal negocio. Invertir en educación para obtener mejores resultados sociales y convertirlos en progreso económico. Tampoco es una formula nueva. Los países con mayores índices de desarrollo global son los que tienen en el centro a sus ciudadanos y su educación.
Sé que el camino que propongo es desafiante, que muchos -con las más infaustas intenciones- han torpedeado por décadas pero que finalmente encuentra un fuerte muro de contención que les hace frente: estamos ante una nueva generación de jóvenes que demanda innovación en la manera en la que tradicionalmente producimos bienestar; los jóvenes no concibe como el éxito profesional o económico, sino va de la mano con esfuerzos individuales y colectivos por mejorar las condiciones de su comunidad, de su entorno y el de sus pares. Por suerte, esta generación esta compelida a ser agentes de cambio consecuente en lo público y también en lo privado.
Los tiempos han cambiado y la estrategia para lograr revertir estos problemas que enfrentamos debe hacerlo también. Si queremos construir ciudadanía necesitamos continuar invirtiendo y cada vez con mayor convicción en nuestros niños y niñas, desde la primera infancia, desde la educación, la escuela, desde la creación de políticas sociales que generen ambientes protectores.
Debemos asumir fuertes compromisos y comprender que se hace necesario reconfigurar el modelo educativo actual. Lo que tenemos no nos ha funcionado y lo vivimos todos los días. Seguimos inquiriendo respuestas del Estado a derechos básicos: electricidad, una ciudad accesible para todos, un sistema alcantarillado, salarios que nos permitan vivir dignamente, una educación que desarrolle competencias.
Que nuevas décadas no nos encuentren reproduciendo los mismos esquemas. Se hace urgente formar ciudadanos capaces, pensadores críticos, sensibles y conscientes pues ellos serán los líderes que trabajarán para promover y defender la parte más importante de una nación, su capital humano.
Nuestra realidad puede ser otra si Estado y sociedad hacemos nuestra parte, porque definitivamente, todo es cuestión de educación.